Las bibliotecas
Sí. Rajoy ha ganado. Sí. Ha vencido sin jugar. Ha pisado al rival. Se ha quedado con la mayoría razón en Congreso, en escaños y en prisa. Sí. Rajoy ganó y se sabía que ganaría. Aunque me quedaré con una frase: “estas elecciones no las ha ganado Rajoy, las han perdido los otros”.

Bipartidismo a un lado. Hablo de lo que me interesa en mi blog: de Italia y sus bibliotecas. En concreto, de la Biblioteca del Comune de Milano. El viernes pasado después de trabajar hice mi primera visita a la biblioteca (sé que he tardado, yo que acostumbro a conocer a los bibliotecarios y cada semana entrego un DVD, recojo un libro y leo la revista Travel).


Las bibliotecas italianas no molan. No son bibliotecas. Son farmacias. Estoy convencida que quien hizo las bibliotecas italianas, pensó en las farmacias españolas.
Llego a la biblioteca, me hago el carnet con un hombre muy amable. Empiezo a hablar con él sobre la biblioteca, que me dijera en qué planta estaban los libros. El hombre ya me miró con rareza y me dijo “¿los libros? En la primera planta los puedes pedir”.

Lenta de mí, lenta de mí. En esa frase el hombre me anticipó lo que me esperaba. Subo a la primera planta, llego a una habitación con dos mostradores y una puerta. Abro la puerta y me encuentro mesas con gente estudiando.  Nada de libros. Salgo y veo otra puerta. La abro y veo a gente en ordenadores. Nada de libros. Salgo y voy al mapa de la primera planta. Convencida de no estar en la primera planta.

Era la primera planta y nada indicaba la existencia de libros. Quería estanterías colocadas por temáticas. Quería llegar a las novelas. Quería leer las portadas. Ver los tomos. Tocar las páginas. Leerme la trayectoria del autor.
Me paro. Me fijo en los dos mostradores. Me vuelvo a fijar. Veo una pantalla con los números de pescadería. Miro a la gente. Y a una chica, simpática de cara. Le hago la gran pregunta: “¿Dónde están los libros?”. Sonríe. Y me lleva a uno de los mostradores. Me enseña tres papeles: “consulta de libros”, “préstamo de libros”, “préstamo CDs”. No entiendo nada. La chica es agradable y me lleva a un ordenador,  me dice que busque los libros que quiera y que rellene el papel. Se marcha.

Estaba sola, metafóricamente sola. Rodeada pero sola con un papel de “préstamo de libros”, un ordenador y yo. Me sentía fría y sola. El ordenador asomaba un buscador. ¡Un frío buscador! Yo quiero mis libros. Esos que me acompañan desde pequeña. Quiero ver libros y pasarme horas en la biblioteca sin leer pero feliz de elegir títulos y conocer a nuevos autores.

Llevaba media hora en la biblioteca. Tenía que rellenar ese papel. Toco el teclado y no sabía que poner. Me entran las dudas. Un autor o un título. No sé que poner. ¿Cuántos autores italianos conozco? Pocos, muy pocos y la mayoría son clásicos. Pensé en esos libros de quinceañera que me gustan: Federico Moccia. No. Ese no.
No podía irme sin libros. Decido buscar la saga que deseo leer de Stieg Larsson. Mierda. No está disponible. No me quedaba otra… debía buscar autores españoles.
Relleno los papeles. Dos papeles. Con dos autores, dos títulos, dos números de registro, dos números de colocación, mi nombre, mi código fiscal y mi firma. Marcho al mostrador. Una mujer cansada y con muy  pocas ganas de estar ahí me habla en un tono chillón y agudo. Quería mis dos papeles. Mis dos recetas. Se las doy. Parece no convencerle que sea española. Me pide documentación. No se fía del prescriptor, ni del médico. Tras unos segundos y unas consultas a sus compañeros. Me acepta los papeles. Me manda a la zona de espera.
Observaba a la gente que esperaba. Estaba la chica de cara simpática. Un chico joven. Varias personas mayores y yo. Estábamos esperando a que la enfermera dijera nuestro nombre. Unos sentados, otros de pie. De vez en cuando la señora grita un nombre (para eso necesitaba la voz chillona, para los nombres). Llegaron  mis medicinas y gritó mi nombre rebautizado (en el próximo post os contaré) Patrizia Gómez (pobre mi padre que se está quedando anulado de apellido por culpa de facebook y por culpa de las costumbres italianas).
Fui feliz recogiendo mis libros. Quería tocarlos. Quería mi biblioteca. Añoraba a mis bibliotecarios. Ese chico tímido y simpático que siempre me saca una vaga conversación y me comenta algo sobre la rapidez en que me diagnostican libros. 
Ahora tengo mis libros de biblioteca. Los tengo. Pero no tengo biblioteca. Tengo un buscador, tres papeles, una señora antipática y la paciencia de esperar. Todo sea por leer.
Aquí es donde repito que las bibliotecas italianas son farmacias bajo receta.

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