Cuatro
meses llevo en zona árabe, 122 días acostumbrándome a lo anormal, a lo
infrecuente, a lo accidental, a lo irregular, a lo inverosímil, a lo raro.
Me he
acostumbrado a despertarme con el
no-normal canto de las 5 y media de la mañana con que comienzan los
musulmanes y sus cuatro cantos siguientes.
Me he
acostumbrado a lo accidental de no besar, ni tocar, ni abrazar a mi novio o a
un amigo fuera de casa.
Me he
acostumbrado a la anormalidad más profunda de ver a señoras con abayas,
máscaras, pañuelos negros en toda la cara y burkas.
Me he
acostumbrado a lo infrecuente de no caminar por las calles por no estar
permitido, por no estar asfaltado o por no estar accesible.
Me he
acostumbrado a la anormalidad de no beber una cerveza en la calle, de no comer
un trocito de jamón, de no saborear un lomo o chorizo.
Me he acostumbrado
a lo irregular de trabajar los domingos y librar los viernes.
Me he
acostumbrado a la rareza de no ponerme minifaldas cortas, tirantes, vestidos
ligeros con la seguridad de no ser mirada o parada.
Me he
acostumbrando a lo inverosímil de vivir en una ciudad construida en 10 anos, a
las calles anchas, a la ficción de la vivienda, a los hoteles lujosos por la
carretera, a la apariencia del que más tiene y la pobreza del que trabaja para
él.
Me he
acostumbrado a un verano continuo, a un invierno en sandalias, a una playa
continua, a una aire acondicionado encendido, a un helado en Enero…
Pero os
reconozco que no me he podido acostumbrar a teneros lejos, a tener más de 7.000
kilómetros de distancia de España. No me he acostumbrado al Skype, a las tres
horas de diferencia horaria, a la incompatibilidad y al echaros de menos.
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